Este
libro de Pedro G. Ferreira (profesor de astrofísica en Oxford) es
una historia de la teoría de la relatividad general. Como el lector
seguramente sabe, esta teoría fue expuesta
por Einstein en 1915 y en ella, entre otras cosas, es donde se afirma
que la gravedad es la curvatura del espacio-tiempo: las masas deforman la geometría que hay a su alrededor.
El
título del libro es una ironía intencionadamente engañosa, pues si
algo se demuestra a lo largo de sus páginas es que la perfección de
esa teoría se halla, precisamente, en su imperfección, que es la
que la ha convertido en una fuente inagotable de sugerencias y nuevos
caminos para toda la física del siglo XX (y más allá...). Ferreira
deja claro desde el principio que "la recompensa que se obtiene
al dominar la teoría general de la relatividad de Albert Einstein
equivale nada menos que a hacerse con la clave que permite comprender
la historia del universo, el origen del tiempo y la evolución de
todas las estrellas y galaxias del cosmos."
Ferreira
distribuye su relato en tres grandes etapas. Los cinco primeros
capítulos los protagoniza directamente Einstein, y narran tanto los
momentos de esplendor científico y mediático de su trabajo, como
las imperfecciones que generaron dudas y,
consecuentemente, nuevos estímulos para la física.
Por
un lado, está el triunfo de la comprobación experimental desde la
Isla de Príncipe de que, efectivamente, la luz se curva en presencia
del espacio-tiempo; pero, por otro, el problema que se le planteó a
Einstein cuando se hizo patente que sus ecuaciones predecían un
universo en evolución. Su obcecación en un universo estático y
eterno lo llevó a insertar la famosa constante cosmológica, para
evitar la implosión universal que la gravedad habría de terminar
por producir. Alexander Friedmann y Georges Lemaître indicarían
luego la dirección correcta, y la constante cosmológica hubo de
esperar unas décadas para resucitar dramáticamente, bajo la forma
de una energía oscura que respaldaría la idea de un universo
aceleradamente expansivo. La teoría de la inflación cósmica
complementaría más adelante el modelo del big bang, con el objeto
de explicar la homogeneidad del universo a gran escala: es esencial,
porque se vincula el mundo cuántico y las fuerzas fundamentales (en
origen) con el cosmos en su dimensión más grande, que es el ámbito
de dominio de la relatividad general.
La
valoración científica de la teoría de la relatividad al final de
la vida de Einstein era delicada y reflejaba sus propias dudas ante
las consecuencias que parecía permitir: se la veía como una teoría
puramente matemática, alejada de realidades experimentables y
observables, sin una verdadera conexión con el universo real.
Desaparecido
Einstein, la relatividad ha llevado desde entonces una vida
tumultuosa.
Hay,
obviamente, un montón de hallazgos de la física contemporánea que
de forma directa o indirecta están relacionados con ella; el libro
de Ferreira los va señalando, pero de forma incuestionable sobresale
el tema de los agujeros negros, ya no solo por su misma existencia,
sino por lo que las características de esta suponen para la física
y la cosmología en general.
Descubiertos
ya en vida de Einstein, los agujeros negros constituyen una
singularidad, en el mismo sentido en el que lo es el estado inicial
del universo: un algo en el que la física clásica se tambalea, y
donde la relatividad parece replegarse para dejar campar a sus anchas
a la física cuántica. La peculiaridad de una singularidad como la
de un agujero negro hizo creer durante algún tiempo que esta solo se
podía encontrar en las ecuaciones relativistas de Einstein, pero no
en la realidad. Sin embargo, Roger Penrose dejó claro que existen,
que no son solo matemáticas: una vez iniciado un proceso de
implosión gravitatoria, la formación de singularidades es
inevitable. El famosísimo descubrimiento de Stephen Hawking de que
los agujeros negros emiten luz y tienen temperatura fue, por su
parte, una consecuencia de la suma de fuerzas entre la relatividad
general y la física cuántica. Sin embargo, las investigaciones
posteriores de Hawking revelaron una amenaza crucial contra aquella,
y contra la física en general. El gran problema que plantean los
agujero negros es el de la extraña posibilidad de que la información
que succionan se pierda; esto es algo que sería viable si la
entropía (esa temperatura, esa luz) residiese en el volumen. De
estar ahí, cuando el destino final de un agujero negro, su
evaporación, se cumpliese, todo ello también desaparecería. Pero
si la información se pierde, la física se estremece: pierde su
capacidad de predicción, tan esencial a ella misma: en todo momento,
es posible saber qué es de la materia que teníamos en el momento
anterior. Hawkins sugiere entonces que la entropía de los agujeros
negros tiene que ver con el área de su superficie, y no con el
volumen espacial. Cambiar volumen por superficie implica que, en
estas dimensiones, la relatividad deja de ser relevante, pues el
espacio-tiempo ha quedado desplazado: la gravedad cuántica se
convierte entonces en la depositaria de toda esa entropía. Lo que ha
ocurrido realmente es que el espacio-tiempo ha quedado atomizado y
que, por debajo de un determinado tamaño mínimo, ya no tiene
sentido hablar de los conceptos de superficie y volumen.
Tirando
de este hilo, en los últimos tres capítulos Ferreira reflexiona
sobre el futuro de la relatividad y, aunque afirma que seguirá
siendo "la médula misma de la física y la astronomía del
siglo XXI", reconoce que "quizá haya llegado ya la hora de
dar un paso más y empezar a buscar una teoría capaz de superar el
comportamiento de la relatividad general en aquellas situaciones que
bordean sus propios límites." Así las cosas, las nuevas ideas
apuntan claramente a que es en el mundo cuántico donde recaería
toda la responsabilidad de la formación de la geometría del
espacio-tiempo.
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