29 novembro, 2015
Sobre "La chica del tren", de Paula Hawkins
El paratexto publicitario de esta novela es impresionante. Por un lado, abarca fuentes de diverso calibre: no solo medios de prestigio (The Wall Street Journal, ABC, The Times...), sino medios y personalidades populares (un lector de Twitter, Stephen King -experto en el género al que se supone que se adscribe esta novela...); por otro, el sentido de las citas elude hablar de calidad (de obra maestra y cosas así...) y apuesta por exponer una retahíla de expresiones que apelan al impacto emocional de la novela: adictiva, vértigo, espectacular, electrizante, deslumbrante, enigmática, envolvente, agárrate fuerte, no he podido dejarlo, espectacular, imposible dejarlo....
Para un ojeador y degustador de novedades, sustraerse a la compra de algo así es poco menos que imposible: ante una autora desconocida, o nos guiamos por el boca a boca, o no hay forma de llegar a ella. Y ese paratexto no deja lugar a dudas: si a uno le resulta indiferente lo que diga un lector de Twitter, igual le importa más lo que diga El País, y si le importa mucho lo que diga Stephen King, igual pasa olímpicamente de lo que diga The Guardian... El caso es que uno siempre va a encontrar la recomendación de la fuente adecuada. Es infalible.
La chica del tren es un best seller en toda regla: no solo está vendiendo mucho (más de tres millones de ejemplares en Estados Unidos), sino que su estirpe literaria es la misma que la de esos productos literarios a los que, a veces, peyorativamente, es frecuente referirse con ese anglicismo.
Respecto del asunto de las ventas, la realidad es que sabemos que una novela vende mucho, pero nunca terminamos de saber si ha gustado mucho o poco o nada. O sea, que no está claro qué significado exacto puede tener ese éxito comercial, más allá del puramente cuantitativo. Respecto del otro asunto, es necesario explayarse un poco más.
La chica del tren es, literalmente, un folletín: una novela de carácter melodramático y gusto popular. Se ampara bajo la forma del thriller, pero eso es solo un mecanismo para poder introducir cierta tensión en el argumento: la intención de la autora no es plantear la resolución de un misterio criminal, sino tejer una historia en la que los aspectos patéticos y sentimentales de las relaciones entre los personajes constituyan la atracción de la misma. Caracterizar a esta novela como thriller psicológico es apostar por una opción de prestigio o canónica, un intento de soslayar su caracterización comercial como novela romántica o, directamente, como folletín, que limitaría sin duda el número de ventas y el espectro de sus lectores.
La parte de thriller es completamente secundaria. Hay un crimen, pero nada de lo que se cuenta constituye un relato siquiera remotamente razonable (ni siquiera para los estándares del género) que conduzca a su resolución. Dado que la novela está contada íntegramente a través de varias primeras personas, la intriga se hace depender de dos estratagemas muy forzadas que ponen al descubierto lo endeble de esa parte de la historia. Se trata de dos recursos que maneja la protagonista de la historia, Rachel, que es, además, su principal narradora: por un lado, una serie de lagunas en su memoria acerca de su pasado, especialmente de lo ocurrido la tarde-noche del crimen; y, por otro, una serie de sueños que introducen elementos inquietantes que parecen tener que ver con la realidad. Esta es la única, pero insuficiente, forma que la autora tiene de romper el cerco narrativo al que somete a la historia del crimen por haber elegido una narración estrictamente subjetiva de la misma: las narradoras, por pura lógica, carecen de información suficiente para reconstuir de forma verosímil lo que ha ocurrido. En definitiva, el lector no tiene más remedio que aceptar sin pestañear la resolución del caso, pero lo hace como podría haber aceptado cualquier otra, más que nada porque lo que ha concitado su atención es el perfil personal de todos los personajes, y no la intriga de quién mató y por qué.
Entendido esto, la pregunta que uno se hace como lector es una tan sencilla como la siguiente: ¿qué ha querido contar Paula Hawkins con su novela?
Lo primero que es perceptible en una lectura superficial es que todos los personajes de la novela son psicológicamente inestables. Este es un dato esencial, porque constituye la argucia imaginativa sobre la que Hawkins construye el atractivo de su novela: estas anomalías conductuales de los personajes le permiten abandonar cualquier prurito de verosimilitud y, por lo tanto, las combinaciones en las acciones y reacciones de sus personajes se multiplican hasta el infinito: nunca se abandona el realismo, pero la historia se sitúa claramente en una ficción psicológicamente desbocada. De hecho, incluso en el caso de la compañera de piso de Rachel, un personaje secundario aparentemente estable, la narradora favorita de Hawkins, que es precisamente Rachel, no puede evitar en un determinado momento lanzar un dardo envenenado contra ella: "¿Por qué sales corriendo siempre que te llama?" (sobre la relación de Cathy con su novio). Y es que hay en todo el discurso de los personajes una especie de delectación morbosa en los defectos de carácter, comportamiento o actitud de las personas.
Se trata de personajes que se someten a una instrospección infinita con el objeto de sacar a la luz un cúmulo de anomalías personales de las que son plenamente conscientes. El atractivo de la novela está, precisamente, ahí: a través de sus personajes, Hawkins ofrece a los lectores la idea de que los defectos de personalidad son normales, que todo el mundo los padece, y que sus consecuencias son irrelevantes porque todo es válido si al final la intención no era mala: "Megan cometió un error. Son cosas que suceden. Nadie es perfecto." Este es quizás el gran mensaje de la novela y lo que podría dar sentido a su enorme éxito comercial; sin presentarse como tal, se trata de un texto que funciona como un manual de autoayuda: alivia la incomodidad con la personalidad de cada uno al negar la posibilidad de una valoración objetiva y negativa de la misma.
Un breve repaso del diseño de los personajes permite comprobar todo eso.
Rachel, la protagonista, es una alcohólica que sufre lagunas en su memoria, una mentirosa compulsiva que padece complejo de inferioridad, y de la que se sugiere que ha sido víctima de agresiones físicas, al menos por parte de su exmarido. Representa a la persona llena de defectos, pero a la que habría que disculparle todo porque todo en ella es natural: como no hay malicia en sus intenciones, el lector puede sentir, para aquello que le convenga, una especie de transferencia sentimental que le sirva de consuelo. Apreciaciones características acerca de sí misma son: "Dios mío, debe de odiarme. Yo lo hago; o, al menos, odio esta versión de mí misma, la que anoche escribió este email. Es como si fuera otra persona, yo no soy así. No soy alguien llena de odio.". La expresión de su arrepentimiento es, a veces, tan hiperbólica, que esa expresión sirve, una vez más, de disculpa: "Desearía clavarme cuchillos en la piel para poder sentir algo que no sea vergüenza, pero carezco de la valentía para hacer algo así." Sus mentiras y su intromisión en la vida de los demás, también es disculpable: "Estaba tan contenta de tener un propósito que había dejado de pensar en la realidad.". Pero quizá la frase que mejor define su carácter es: "Me olvidé de sentir lo que se suponía que debía sentir." Ese "se suponía" le da la vuelta a la crítica que implícitamente podría existir, pues sugiere que forma parte de un albedrío elogiable el que ella haya sentido otra cosa distinta a aquella que una supuesta norma o imperativo ético le impondría.
Megan, la asesinada, una infeliz crónica, representa el ansia desenfrenada de libertad para hacer lo que a uno le venga en gana. También, en su caso, es tan explícita a la hora de recordar constantemente que solo quiere ser libre y feliz, que el lector termina por disculparle todas sus extralimitaciones, las cuales pasan a ser envidiables. Su idea clave es: "...porque si uno de verdad desea a alguien, la moral no se interpondrá (ni desde luego el profesionalismo). Todo lo contrario, hará lo que haga falta para conseguir a esa persona. Es sólo que no me desea lo suficiente." Sus lamentos de ama de casa aburrida son paradigmáticos: "¿Cuándo comenzó esta casa a ser tan jodidamente pequeña? ¿Cuándo mi vida a ser tan aburrida? ¿Es esto lo que de verdad quería?" Pero, al mismo tiempo, su personalidad interior es volcánica: "A mí no me rechazan. Soy yo quien abandona las relaciones." Este diseño basado en extremos es sumamente eficaz, porque convierte al personaje casi en admirable, pues ejemplifica la posibilidad de albergar de todo en la vida de cada uno. En este sentido, la autora se ha cuidado también de escribirle un vida pasada completamente mítica: una juventud rebelde, con drogas y un embarazo no deseado por el medio.
A propósito de esto último, hay en la vida de Megan un incidente que, en su forma de ser tratado por la autora, resulta muy ilustrativo de ese mensaje central de la novela que viene a decir algo así como que somos una especie de marionetas en manos de nuestras formas de ser, y que, por lo tanto, somos tan víctimas de nuestros actos como aquellos que los sufren. Cuando Megan mata accidentalmente a su bebé, la forma de contarlo es como si lo que hubiera muerto fuese un pajarillo. La lástima se traslada no al muerto, sino a quien lo ha matado. Con Megan, la gente normal aparece caracterizada negativamente, de forma que ella se convierte en lo que habría que desear ser: "Casi creo que hay un modo de dejar esto atrás, pasar página, volver a casa con Scott y vivir mi vida como lo hace la gente normal, sin estar mirando todo el rato por encima del hombro ni esperar con todas mis fuerzas que llegue algo mejor. ¿No es eso lo que hace la gente normal?".
Del resto de personajes apenas hay una pinceladas, pero todo va en la misma dirección.
Anna es una aparente mujer normal; sin embargo, ha sido también completamente engañada por su marido, por lo que al final, cuando le retuerce un sacacorchos en el cuello, lo leemos como si estuviésemos leyendo que está intentando descorchar una botella de vino.
Tom, el marido, es un mentiroso compulsivo que engaña a todo el mundo; pero, obviamente, encantador, y que al final solo pretende lo mismo que pretende todo el mundo: vivir la vida que quiere, sin que los demás le den demasiado la lata; porque, si esto ocurre, podría suceder que terminase, como sin querer, por matar a alguien.
Scott es un bruto al que su mujer engaña con otro; esto permite, por supuesto, que la narración de su violencia contra las mujeres se haga de tal manera que parezca, una vez más, natural dentro del concreto contexto de la relación con ellas.
Kamal, por su parte, es un psicólogo que se acuesta con sus clientas y que perdió a toda su familia cuando era niño. La apreciación que mejor lo caracteriza la hace Rachel: "Parecía demasiado blando, demasiado guapo para ser un asesino...".
En fin: se trata de personas anormales, pero en las que es fácil reconocer comportamientos o actitudes ante la vida normales. Eso ocurre porque la narración se esfuerza denodadamente en eliminar cualquier tipo de distingo entre lo normal y lo anormal. Así, el lector puede identificarse con esas partes, pero nunca con el todo. Es como con las citas publicitarias comentadas al principio: hay de todo y para todos. El lector nunca sería igual a uno de esos personajes, pero en el fondo admira, envidia o se siente identificado con algunos de los rasgos que expresan. Son odiosos, ridículos, histriónicos, pero al tiempo merecedores de compasión, de comprensión. No hay ninguna diferencia entre leer esta novela y contemplar como espectador las historias de los espectáculos de la realidad que nos ofrece la televisión.
Hay, por tanto, un mensaje terriblemente perturbador y depresivo en una novela como esta: básicamente, lo que se viene a decir es que nuestros actos siempre son disculpables, y que nadie es merecedor de un juicio moral de ninguna naturaleza, porque nuestra forma de ser y de actuar deriva de resortes incontrolables que, normalmente, se dirigen a hacernos llevar una vida en libertad y plena de sentido. Y que la realidad es la que se opone contumazmente a ello. Hacemos cosas malas, tenemos adicciones, personalidades inestables, pero en el fondo siempre hay motivos honorables, en el fondo siempre hay un deseo de ser libres. Y eso nos hace inocentes y merecedores de toda comprensión.
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